España. Esa nación que, como un buen vino, se vuelve más compleja con el tiempo. Y no, no estoy hablando de su rica historia o su cultura diversa. Estoy hablando de ese cóctel explosivo de política y realeza que se sirvió, sin pedirlo, en la Fiesta Nacional.
El 12 de octubre, día que debería celebrar la unidad y la diversidad de España, se convirtió en un espectáculo de sombras y luces, de abucheos y aplausos. Mientras la infanta Leonor, con su uniforme de gala, marchaba con la dignidad que su título exige, la sombra de la amnistía planeaba sobre el desfile como un águila esperando a su presa.
Y, hablando de presas, Pedro Sánchez, el presidente en funciones, se convirtió en la víctima favorita del público. Abucheado por quinto año consecutivo, tuvo que enfrentar los gritos de “Que te vote Txapote”. ¿Es esta la forma en que el público español muestra su descontento? Parece que sí.
El Gobierno, en su mayoría, se presentó en el desfile, intentando proyectar una imagen de unidad. Pero las ausencias de Nadia Calviño e Irene Montero, junto con la de los presidentes autonómicos de Euskadi y Cataluña, enviaron un mensaje claro: no todos están en el mismo barco.
Tras el desfile, los rumores y chismes políticos dominaron la escena. Las negociaciones sobre la amnistía con el independentismo catalán se convirtieron en el tema de conversación favorito, eclipsando incluso la recepción de los Reyes en el Palacio Real. Sánchez, en su estilo ambiguo, mencionó que las negociaciones son “complejas” y que no descarta dialogar con Puigdemont. ¿Será que está buscando aliados en lugares inesperados?
El día concluyó con dos sets de fotos que, en cierta forma, encapsulan la esencia contradictoria de la Fiesta Nacional: la del desfile, con la bandera de España descendiendo majestuosamente, y la de la recepción en el Palacio Real, donde la política y la realeza se mezclan en un baile delicado.