En el teatro político español, las cortinas nunca se cierran. Los espectadores, también ciudadanos, asisten a un espectáculo continuo donde la libertad de expresión es tanto protagonista como antagonista, dependiendo del acto y de quién maneje el guion. Bajo la dirección de Pedro Sánchez y su gobierno, hemos sido testigos de una curiosa dualidad: una aparente expansión de las libertades en un momento seguida rápidamente por un intento de restricción al día siguiente.
Recientemente, el gobierno ha propuesto cambios en la legislación que relajan las restricciones sobre las críticas al Rey, un movimiento aplaudido por muchos como un paso hacia una sociedad más abierta y tolerante. Sin embargo, casi simultáneamente, surge una propuesta para imponer regulaciones más estrictas sobre los medios de comunicación que critican al gobierno. Esta secuencia de eventos deja a muchos preguntándose: ¿Es la libertad de expresión un derecho inalienable o una herramienta política sujeta a la conveniencia del momento?
La reforma propuesta que permite hablar más libremente del monarca parece ser una concesión a las voces progresistas dentro y fuera del gobierno, muchas de las cuales han visto durante mucho tiempo la monarquía como un relicto desfasado. Sin embargo, esta apertura contrasta fuertemente con los esfuerzos para restringir la crítica política, especialmente hacia el propio gobierno. La nueva legislación que busca regular los medios de comunicación plantea preocupaciones serias sobre la censura y la manipulación gubernamental, apuntando a silenciar a los críticos y controlar la narrativa nacional.
Este enfoque de “doble vara” sugiere que la libertad de expresión en España está convirtiéndose en un concepto altamente flexible, adaptado a las necesidades políticas del momento más que a un compromiso con los principios democráticos fundamentales. Los críticos argumentan que el gobierno está dispuesto a expandir las libertades individuales solo cuando sirve a sus intereses, mientras que simultáneamente fortalece su capacidad para sofocar la disidencia.
Las implicaciones de estas políticas son profundas, no solo para la prensa sino para la sociedad en general. En una democracia saludable, los medios de comunicación desempeñan un papel crucial al cuestionar y responsabilizar al gobierno. Al limitar esta función, el gobierno no solo pone en peligro la salud del discurso público, sino que también debilita uno de los pilares fundamentales de la democracia.
La respuesta pública a estas medidas ha sido mixta, con voces tanto de apoyo como de rechazo resonando en el debate nacional. Las redes sociales y las columnas de opinión están al rojo vivo, discutiendo el futuro de la libertad de prensa en España y, por extensión, el estado de la democracia misma.
En última instancia, el gobierno de Sánchez se encuentra en una encrucijada. Puede seguir el camino de las democracias liberales, donde la crítica abierta y robusta no solo es tolerada sino alentada, o puede continuar por un camino que muchos temen que conduzca al autoritarismo disfrazado de progresismo. La elección que hagan no solo definirá su legado, sino también la naturaleza de la sociedad española en las décadas venideras. Con la libertad de expresión como pieza central del debate, la pregunta sigue siendo: ¿Hacia dónde se inclinará la balanza?