Pedro Sánchez compareció esta semana en Moncloa rodeado de banderas y con la sombra del Vaticano como telón de fondo. Anunció una promesa inesperada: 10.471 millones de euros para la industria militar antes de fin de año. Una decisión que no figura en su programa, que incomoda a sus socios parlamentarios y que se presenta justo en medio del revuelo por la sucesión papal. ¿Coincidencia o cálculo?
La maniobra parece sacada directamente de El príncipe. Maquiavelo recomendaba anunciar de golpe las medidas impopulares, sin rodeos, para que el desgaste fuera breve y se amortiguara rápido. Nada de anestesia lenta. El presidente lo ha entendido. Si hace solo un mes se comprometía a llegar al 2% del PIB en Defensa antes de 2029, ahora da un salto que deja atónito al electorado progresista.
El maquiavelismo, como etiqueta, ha sido usado una y otra vez contra Sánchez. “Vendería a su madre”, llegó a decir Arturo Pérez-Reverte. Pero la comparación es más rica que el insulto fácil. Maquiavelo no fue un político sin escrúpulos, sino un observador de los engranajes del poder. Un funcionario renacentista que estudió con frialdad a César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, como quien analiza un experimento. Aprendió que el poder no se mantiene solo con virtud, y mucho menos con moral cristiana.
César Borgia entendía que un gobernante debía mostrarse cruel cuando hiciera falta, pero que debía hacerlo con precisión quirúrgica. Su error fue confiar en un enemigo disfrazado de aliado. Prometieron apoyarlo en un cónclave y lo acabaron encerrando. La historia no perdona ingenuidades.
Pedro Sánchez, por su parte, tampoco quiere parecer ingenuo. Sabe que la lealtad de Estados Unidos es volátil —los vaivenes de Trump lo han demostrado— y por eso se suma al rearme europeo. Pero al hacerlo, cede también a las presiones del Pentágono, que exigió más gasto militar en marzo tras una cumbre bilateral. ¿Autonomía estratégica o simple obediencia?
Mientras el presidente clama por un nuevo vínculo trasatlántico, la OTAN se convierte en el nuevo dogma, y la izquierda crítica se queda sin espacio. La pregunta que flota en el aire es qué queda de la promesa de no recortar en servicios sociales. ¿De verdad el gasto en armas no tocará el Estado del bienestar? ¿Y qué margen queda para un gobierno progresista si las prioridades se fijan desde Washington?
Maquiavelo advertía que un príncipe no solo debía proteger su ciudad, sino evitar ganarse el odio de los suyos. La soledad política es letal. Sánchez, en su intento por parecer fuerte ante los aliados externos, puede quedar expuesto ante sus enemigos internos. Los partidos de derecha ya huelen sangre. Como en el cónclave, a papa muerto, papa puesto.